Hay veces que los recuerdos saltan de agujeros oscuros con dientes afilasísimos, no lo puedes evitar, y zas, al segundo tienes la pantorrilla al aire y sangrando. Unos recuerdos escuecen, otros pican, otros duelen, otros iluminan sonrisas.
Hoy, a eso de las tres (o las cuatro, dependiendo del reloj) estaba toda afanada preparándome la comida. Que Enrique me proporcione una dieta correcta de lunes a viernes no es suficiente. Y llevo perezosa con la cocina demasiado tiempo. Estoy perdiendo práctica, cada vez me sale todo peor. Así es que he dejado mis quehaceres, y me he puesto a preparar un menú sencillísimo: Pechuga de pollo con pimientos verdes crujientes.
He partido los pimientos en trozos ni muy grandes ni muy pequeños y los he regado con un chorrotón de aceite de oliva virgen, espeso y turbio. La pechuga la he partido en tiras finas, las he salpimentado, he espolvoreado pan rallado con ajo (poquito) y las he puesto en la sartén con apenas una gota de aceite. De postre, fresas maduras con petit suisse (mucho mejor con uno natural azucarado). Una vez encarrilado todo, me he dado cuenta de que me faltaba algo. Lo tenía todo encima de la mesa, pero instintivamente y sin quererlo, se me han ido los ojos al suelo y entonces he sentido un mordisco que me ha dejado abierta en canal y sangrando: Me faltaban unos lloriqueos lastimeros. Me faltaba un ser de seis kilos histérico, enredado entre mis piernas en mi cocina de 2x1. Me faltaba una patita llegando a mi cadera pidiendo pollo.
El pollo sigue ahí. Hay penas eternas, hay penas que quiero que sigan siendo eternas.
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